El consumo de combustibles fósiles y la deforestación, causada particularmente por la expansión de actividades agropecuarias e incendios forestales, son detonadores del cambio climático y la pérdida de biodiversidad. Estos dos factores se asocian al aumento de enfermedades respiratorias, cardiovasculares e infecciosas… ¿Cómo es esto posible?
Partiendo de la premisa de que todos los seres vivos dependen de la buena salud de los ecosistemas, cualquier alteración al ecosistema tiene consecuencias. Algo innegable es que la elevada ingesta de recursos por causa de la sobrepoblación humana ha reducido el hábitat de otras especies, propiciando una superposición de los espacios de la fauna silvestre y del hombre. Tal “acercamiento” tiene un costo: se estima que más de la mitad de las enfermedades infecciosas adquiridas por humanos tiene su origen en los animales, 70% de las cuales provenían de la fauna silvestre (Jones et al., 2008). SARS, ébola, VIH, enfermedad de Lyme, MERS y el reciente Covid-19 son algunos ejemplos. Lamentablemente, no sólo las personas están expuestas al contagio, también es posible que algunos patógenos de humanos provoquen enfermedades en animales silvestres (Burkholder y Glasgow, 1997).
De esta manera, aseverar que la destrucción de la naturaleza es la principal causa del surgimiento de enfermedades infecciosas ya no resulta inverosímil. La incapacidad de vernos como un todo, es decir, valorar cada especie que compone el ecosistema, es el origen de muchas tragedias ambientales, entre ellas las pandemias que históricamente han afectado al ser humano y capaces de coartar la vida misma, así como el anhelado desarrollo sustentable.
La supervivencia del Homo sapiens está estrechamente vinculada a la salud de la vida silvestre. Se ha comprobado que los ecosistemas dañados dan cabida a desequilibrios en las poblaciones de especies, algunas de las cuales han desarrollado sistemas inmunológicos fuertes, capaces de portar virus que no les afectan, pero resultan letales para el hombre. El caso más reciente es el virus del Covid-19. De diferentes maneras la Madre Naturaleza nos demuestra que los ecosistemas sanos pueden funcionar como “muro de contención” de patógenos presentes en la vida salvaje.
La próxima pandemia podría surgir en cualquier lugar, particularmente en aquellos espacios en que los humanos “interactúan” muy de cerca con la vida silvestre. La experiencia demuestra que la caza, comercio y consumo de especies “exóticas” han dado lugar al surgimiento de algunas pandemias. La Selva Maya puede ser el escenario del próximo brote pandémico considerando que el tráfico ilegal de especies es una realidad en la región.
Como algunos saben, comunidades indígenas y mestizas comparten la Selva Maya, un espacio que sobresale por su riqueza cultural y natural. Es de suponer que estas poblaciones consumen los recursos a su alrededor para subsistir, el desafío es encontrar un punto en el que lo hagan de manera sostenible. Esto sólo es posible si se entiende al ecosistema como un todo en donde cada especie cuenta y en donde la afectación de una especie tendrá repercusiones normalmente negativas en las demás.
Ahora bien, no se puede pensar que las comunidades ahí asentadas son las únicas que se benefician de las riquezas de este ecosistema; innumerables especies son favorecidas directa o indirectamente. El oxígeno que respiras, el agua que bebes, la belleza del paisaje o los espacios de conexión con la naturaleza con los que aún cuentas son algunos de los denominados servicios ecosistémicos que los humanos reciben de la Selva Maya y otras áreas abundantes en biodiversidad. Pero, no sólo los humanos son beneficiados, cada especie existe y subsiste gracias a la conservación del hábitat.
El periodo de contingencia sanitaria que experimenta la humanidad desde finales de 2019 ha venido a recordarnos la fuerte interconexión que existe entre los seres humanos y las especies silvestres. Por otro lado, la elevada contagiosidad del virus del Covid-19 nos lleva a cuestionar los logros que se definen como evidencia de “desarrollo” o “modernidad”. Por ejemplo, los grandes centros urbanos, la rapidez con la que nos movemos o la acentuada interacción social cotidiana, en suma, se convierten en un excelente caldo de cultivo para la propagación de enfermedades infecciosas.
Parece imposible disociar dos aspectos: el crecimiento económico y la conservación del medio ambiente. Muy a nuestro pesar, la relación es inversamente proporcional, es decir, el crecimiento de uno es en detrimento del otro. Algunos científicos señalan que el crecimiento económico no es compatible con la conservación del planeta, ese es el caso de Giorgios Kallis del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona: “Al final, la destrucción de la biodiversidad es también la destrucción de la economía y de la sociedad”.